Desigualdades invisibles: las grietas del sistema de tutela de menores en España


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En España, la protección de los niños y niñas en situación de vulnerabilidad es una responsabilidad que, sobre el papel, todos compartimos. Sin embargo, en la práctica, depende en gran medida del territorio en el que nazca o viva el menor.
La razón está en que la tutela y protección de menores es una competencia transferida a las comunidades autónomas, lo que ha dado lugar a un mosaico de normas, procedimientos y realidades que distan mucho de ser homogéneas.

La descentralización ha traído consigo avances importantes: una gestión más cercana, adaptada al entorno social y cultural de cada comunidad, y la posibilidad de innovar en programas de acogimiento o emancipación. Pero también ha abierto una brecha profunda que hoy se traduce en desigualdad territorial, falta de coordinación institucional y consecuencias sociales difíciles de ignorar.

Un sistema fragmentado

Uno de los principales problemas es la falta de homogeneidad. Las comunidades autónomas no solo aplican procedimientos distintos, sino que a menudo difieren en los criterios con los que se declara el desamparo de un menor o se decide su acogimiento.
Esto significa que la protección efectiva de un niño puede depender del código postal en el que viva. Un menor en Andalucía puede acceder a determinados recursos de apoyo o acogimiento que no existen en Castilla y León, o viceversa.

Esta fragmentación no solo es injusta, sino que dificulta la coordinación cuando un menor cambia de comunidad o cuando una familia se traslada. Los expedientes no siempre se comunican con agilidad, y la ausencia de una base de datos estatal unificada agrava el problema.

Un Estado con poco margen de actuación

Aunque el Estado tiene la obligación de garantizar la igualdad de derechos en todo el territorio, su papel en materia de tutela de menores es principalmente simbólico y normativo. Las herramientas de supervisión son limitadas, y los mecanismos de coordinación entre comunidades, como la Conferencia Sectorial de Infancia o el Observatorio de la Infancia, carecen de fuerza vinculante.

El resultado es un sistema disperso y poco evaluado, donde las buenas prácticas de una comunidad no siempre se comparten, y los errores pueden repetirse sin corrección ni aprendizaje colectivo.

Desigualdad y judicialización

Otro fenómeno preocupante es la desigual judicialización de los casos. En algunas comunidades, las decisiones administrativas sobre la tutela o el acogimiento se impugnan frecuentemente ante los tribunales, mientras que en otras apenas se revisan.
Esto genera inseguridad jurídica, pero también la sensación de que la suerte de un menor depende de quién y dónde se tome la decisión, más que del propio interés del niño o niña.

A esto se suma la sobrecarga de los servicios sociales, que en muchos territorios trabajan con escasos recursos humanos y materiales. La falta de estabilidad y formación específica entre los profesionales puede traducirse en decisiones precipitadas, rotaciones constantes y una atención más burocrática que humana.

Las consecuencias sociales: menores desiguales

El impacto de esta situación se percibe en el día a día de los menores tutelados.
Algunos disfrutan de programas de acogimiento familiar o emancipación bien estructurados; otros, en cambio, permanecen años en centros saturados o con escasa atención psicológica.
La transición a la vida adulta, especialmente a partir de los 18 años, es un momento crítico: sin una red de apoyo sólida, muchos jóvenes tutelados acaban en situaciones de precariedad o exclusión social.

Más allá de los datos, lo que subyace es una brecha en los derechos de la infancia. El principio constitucional de igualdad se diluye cuando el acceso a una protección efectiva depende del territorio.
España, que ha firmado la Convención de los Derechos del Niño, aún no garantiza de forma real que todos los menores, sin importar su origen, reciban la misma protección y oportunidades.

Un reto de cohesión y justicia

El sistema autonómico no es el problema en sí. La diversidad territorial puede ser una fortaleza si se acompaña de coordinación, evaluación y transparencia.
Pero sin mecanismos de cohesión, la descentralización se convierte en un terreno fértil para la desigualdad.

Reforzar la cooperación entre comunidades, crear estándares mínimos de protección y establecer una base estatal de datos de menores serían pasos fundamentales para garantizar que ningún niño o niña quede en desventaja por razones geográficas.

Porque, en última instancia, la tutela de los menores no debería ser un asunto de fronteras autonómicas, sino un compromiso colectivo con la infancia y la igualdad.

¡Nos vemos en próximas entradas!

Publicado en Impacto social, Opinión

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Sobre el autor:

Antonio María Fernández de Puelles de Torres-Solanot

– Ingeniero en Informática de Gestión

– Certificado en ITIL V3

– Certificado en CMMI

– Máster en Business Intelligence, Big Data, Professional Qualification in Management & Leadership

– Máster en Dirección de Comercio Intenacional

– Empresario

– Trabajador Social

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